Una de las características más notables del barroco es su espíritu paradójico. Al barroco le encantaba construir oposiciones, hablar con exageraciones, parecer incoherente, mostrarse contradictorio.
Las más grandes contradicciones durante los siglos XVII y XVIII ocurrían cuando se mezclaban la vida cotidiana y las actitudes religiosas: Al desenfrenado y obsceno tiempo de carnestolendas o carnaval, le seguía el recogimiento y la oración en los días santos, que las más de las veces llegaba hasta la autoflagelación; las grandes obras que narraban las virtuosas y castas vidas de los santos, tenían su contraparte en las pequeñas obritas –o enormes, como es el caso del Quijote- que relataban las vidas de los llamados “pícaros” repletas de vagancias, obscenidades y descripciones grotescas.
Existe un capítulo en la historia de la Nueva Galicia que encarna este espíritu tan peculiar: el milagro de la Virgen de San Juan de los Lagos.
Según cuenta la tradición, en 1623 una familia de acróbatas –y con esto comienza la deliciosa contradicción- llegó al pueblo de San Juan, que por aquel entonces estaba casi despoblado, cuando iba de camino a Guadalajara. Venían de San Luis Potosí, por el Camino Real, y aunque su destino final era la capital del Occidente del reino, decidieron permanecer en dicho pueblo algunos días. Mientras ensayaban haciendo volantinas y brincos sobre espadas enterradas en el piso, una de las pequeñas hijas tropezó y murió al ser atravesada por una (¿o varias?) de las espadas.
Esta primera parte de la historia es la que corresponde a la vida cotidiana, a lo terrenal, a lo mundano y grotesco. Imaginemos la caravana de los acróbatas, los actos que representaban y la gran cantidad de público que seguramente asistía a admirar sus volantinas. Una familia errante, digna de cualquier historia fantástica. Imaginemos también el cuerpo de la niña atravesado por las espadas, con esa imaginación barroca a la que le gustaba tanto la sangre y disfrutaba con historias que ahora nos pueden parecer demasiado escabrosas, como las vidas de los mártires que eran narradas con el máximo detalle. En fin, la escena es: una niña cirquera atravesada por una espada, en un charco de sangre.
En seguida viene lo celestial, lo milagroso. Amortajaron a la niña, la velaron unas cuantas horas y, en lo que los acróbatas y demás gente del pueblo esperaba al párroco de Jalostotitlán, la esposa del sacristán le sugirió a la familia que rogara por la interseción de la Inmaculada Concepción que se guardaba en la ermita del pueblo. Comenzaron los rezos y los lamentos, todos le pedían a la Virgen que obrara un milagro y éste se les concedió cuando Ana, la mujer del sacristán, puso la imagen sobre el pecho de la niña muerta. Ésta abrió los ojos y comenzó a moverse. Rápidamente le aflojaron las vestiduras de la mortaja y todos dieron gracias a la Virgen y a Dios.
La perpetua escena del milagro que se repite tanto en el barroco; Dios que se manifiesta ante las impávidas miradas de los hombres; pruebas irrefutables de la eficacia de las imágenes como medio para obtener las gracias celestiales. Dos escenas contrapuestas: la mundana y la trascendente; la pícara y la sobria; la cotidiana y la milagrosa.
Así es el barroco: terrible y bello, obsceno y virtuoso, exuberante y recatado, profano y sagrado.
La versión original de la historia de los milagros de la Virgen es de Fray Antonio Tello, de su Crónica Miscelánea de la Provincia de Jalisco. Sin embargo, otros historiadores no contemporáneos al hecho, han relatado con mayor o menor detalle los acontecimientos. Dos de ellos son Alberto Santoscoy y José Ignacio Dávila Garibi.
Un link que explica claramente el significado del carnaval